Resumen
Palabras como ecos que surgen desde una experiencia situada, desde la escucha de miles de voces que se vinculan en pensar desde los cuerpos, lo que nos atraviesa en las cuarentenas, desde los privilegios y precariedades.
Desde que empezó la pandemia, mi resistencia a una hiperproductividad se manifestó por un silencio y la convicción de no poder aportar nada, más que repetir las miles de voces que buscaba incesantemente para comprender lo que estaba pasando. Y hasta esa convicción es repetida en eco.
Sin leerlo a Bifo Berardi, estaba intentando una pequeña revuelta de la pasividad, una resistencia a la hiperexigencia que nos bombardeaba, la saturación del discurso empresarial, el ocultamiento de las angustias a cualquier costo. Que quieran imponernos la palabra “posibilidad”, como si estuviéramos aburridxs. Y Marie Bardet, Mariana Enriquez en La ansiedad, o mi hermana poeta, lo decían mejor que yo, entonces volvía al silencio.
Me agotaban las cantidades de voces que no se escuchan y se repiten, entonces, para qué hablar. Mejor escuchar. Y ese silencio/reposo fue aire. Ante el temor asmático de que me faltara el aire, el parar la respiración, el ritmo me devolvió la palabra. Porque eso es el COVID, la falta de aire que muestra que esas “vidas precarias”, que describe Judith Butler, realmente no importan. Que no pueden respirar el mismo aire, que son un número, que vuelven realidad los deseos de Christine Lagarde, que son ahogadxs como George Floyd, allá y acá también.
El aire se vuelve un privilegio, y entonces veo las diferencias con lo que cuenta hace unos días Donna Haraway de lo que están viviendo en Estados Unidos. Donde lxs que desean que se mueran esas poblaciones precarizadas están en el poder. Acá afortunadamente ahora no deciden. Pueden repetir imperturbablemente, “que las muertes son un porcentaje mínimo”, y pedir que lxs nadies vayan a trabajar, porque esas vidas no valen para ellxs. Porque quitarles el agua, el acceso a sus derechos no les alcanza. Pero no deciden más, ya no pueden obligar a salir, o seguir cerrando hospitales, desfinanciando las investigaciones en ciencia y tecnología.
Después del aire, viene el privilegio del olfato, del reconocimiento del otrx, de unx mismx, que cuenta Ana Longoni en No tener olfato. Si no reconozco mi propio olor, de mi propio privilegio de poder convivir con olores de seres y alimentos deseados, no percibo a quienes no los poseen. A quienes no pueden comer, a quienes sufren violencias, a quienes no pueden elegir con quien conviven o a convivir con alguien.
Y si en mi realidad puedo sentir los olores, lo virtual camufla la ausencia de esa capacidad. Junto con el tacto, no puedo oler, como en el cine que pierde esas dimensiones del teatro. Y la mirada se vuelve otra vez central, como un “régimen escópico” de Martin Jay que se vuelve absoluto, ocultando que había otros modos no-oculocéntricos de percibirse, desde la piel, desde las espaldas, desde el Pensar con mover de Marie Bardet.
Los cuerpos de lxs otrxs se prohíben, se vuelven peligrosos, al igual que los propios cuerpos, pero es la ausencia la que marca la diferencia. La ausencia nos muestra la necesidad de lxs otrxs, que en otras circunstancias son banales, cotidianos, pero sobre todo la necesidad de los cuerpos ajenos.
Extrañar los cuerpos, la Nostalgia de la carne, que bien retrata Ester Díaz, se construye como una experiencia literalmente situada durante la cuarentena. Es situada porque vemos realmente desde donde hablamos, habitamos, los privilegios, precariedades y carencias.
Y entonces extraño los cuerpos. Pero sobre todo los cuerpos en la calle, que me faltaron tanto este 24 de marzo y el 3 de junio. Porque esos cuerpos son colectivos, son fuerzas, son aire, posibilidades de construcciones de “prácticas de justicia y cuidado” que plantea Haraway. Pero ese mismo cuidado de lxs otrxs es el que nos indica que podemos pelear por ahora en otros espacios, hasta que las calles sean nuestras nuevamente.
Estas palabras son ecos de otras voces, porque el aire es colectivo, por más que nos quieran hacer creer lo contrario.
Magdalena Díaz Araujo es profesora titular e investigadora en la Universidad Nacional de La Rioja (Departamento de Ciencias Humnas y de la Educación) y en la Universidad Nacional de Cuyo (Facultad de Artes y Diseño). Es Magister y Dra. en Historia de las religiones y antropología religiosa por la Universidad de la Sorbona (2012), y sus investigaciones cruzan enfoques de los Estudios de Género, Genealogías de la sexualidad, Historia del Arte y la Escenografía, Estéticas y Feminismos decoloniales.